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Andalgalá remacha el clavo minero

(Editorial El Ancasti) La prohibición de las explotaciones mineras a cielo abierto en la cuenca del río Andalgalá y la zona de incumbencia del nevado de Aconquija, sancionada por unanimidad por el Concejo Deliberante de Andalgalá el jueves, remacha el fracaso de la política minera provincial, que ya había sufrido dos reveses significativos: un fallo de la Suprema Corte de la Nación que ordenó a la Justicia local dictar nueva sentencia sobre una acción de amparo contra la explotación de Agua Rica que se le había rechazado a un grupo antiminero, primero, y la sentencia que en consecuencia dictó el juez de Garantías Rodolfo Cecenarro ordenando la paralización de los trabajos en el yacimiento, poco después.

La sentencia de Cecenarro y la ordenanza del CD andalgalense, a la que se plegaron hasta los concejales considerados pro-mineros, expresan el sentir de una sociedad decepcionada con los resultados de la gran minería, que se siente justamente estafada.

La frustración no está vinculada con los desastres ambientales que los enemigos de la minería anunciaban con insistencia, que no ocurrieron, sino con un contraste demasiado ostensible: Andalgalá está socialmente peor de lo que estaba hace quince años, cuando se inició la explotación de Bajo La Alumbrera, pero mientras la involución se concretaba un puñado de políticos y funcionarios experimentaron un vertiginoso y exponencial mejoramiento de su situación económica.

Súmese a esta percepción que la empresa propietaria de los derechos de explotación sobre Agua Rica, Yamana Gold, carece de los millonarios recursos que se necesitan para poner en marcha el yacimiento y desde hace años especula y les miente a los andalgalenses y a los catamarqueños, con la anuencia y colaboración de los jerarcas del área minera provincial, y se tendrán los motivos por los que la minería, hoy, no tiene licencia social en el oeste.

Inoperancia, desidia y corrupción destruyeron las posibilidades de generar consenso en torno a la minería, pese a las favorables condiciones abiertas al no producirse las catástrofes ecológicas pronosticadas por sectores como el que encumbró al actual intendente Alejandro Páez.

La maldición

Lo que pasa en Andalgalá es lógico. Se trata del municipio donde con mayor nitidez se manifestó la malversación de la renta pública que arrojó Bajo La Alumbrera, en especial durante las gestiones como intendente del ex senador José Perea, que tiene pendientes causas penales por los supuestos enjuagues, y en el que más visibles son las distancias entre una comunidad a la que se le clausuraron los horizontes de progreso genuino y la casta que embuchó a dos carrillos las utilidades de la minería.

El germen de la anti-minería prosperó nutrido por una sostenida degradación.

El potencial productivo de la zona, que alcanzó picos de desarrollo importantes antes de la megaminería, fue abortado para dar paso a un crecimiento desmesurado de la burocracia y el parasitismo estatal. Vale decir: en lugar de financiar políticas tendientes a promover la producción sustentable, para la que la región cuenta con recursos naturales muy ricos, se usaron los fondos mineros para configurar un bulímico sistema clientelar que, con el dinero que lo cebó sin freno en remisión, consume ahora el erario completo y lo deja sin resto.

En paralelo, sobre el dinero fácil de la minería fueron expandiéndose y arraigando los vicios típicos del ocio baldío devenido de la destrucción de la cultura del trabajo: drogas, alcoholismo, juego, prostitución, y su correlato de delitos e inseguridad.

Como frutilla del postre, la comunidad se fracturó entre mineros y anti-mineros, con enfrentamientos de una virulencia inusitada y reventones de violencia.

Si Samuel Lafone Quevedo se levantara de la tumba, volvería a morirse de pura angustia.

Lejos de la bendición, las riquezas minerales terminaron siendo para Andalgalá una maldición.

La resistencia a la gran minería es de tal modo comprensible. Para los andalgalenses, la actividad solo ha significado atraso, decadencia y fractura social; involución en lugar de evolución, por el saqueo de una dirigencia miope en el mejor de los casos, venal en la más malintencionada de las lecturas, pero indiscutiblemente próspera a pesar de la devastación.

Lápida

Andalgalá condensa el sentimiento de sectores cada vez más amplios de una Catamarca que asistió al despilfarro del dinero proveniente de la explotación de recursos minerales en la que durante décadas había depositado sus esperanzas de progreso y desarrollo, en una mecánica de la que el funcionariato y sus padrinos sacan provecho hasta de la raspa ‘e la olla.

A los concesionarios de Agua Rica, de solvencia dudosa, se les permitió retener los derechos sin exigirles nada en contraprestación. Hace años que no se trabaja en el yacimiento que se consideraba el reemplazo de Bajo La Alumbrera.

No avanzaron los coroneles mineros del sector público en la recuperación del yacimiento para que fuera Catamarca la que esperara la oportunidad más propicia para jugar conforme a sus intereses; por el contrario, entraron en componendas con los privados, arguyendo difusos beneficios futuros, «a pillar”.

Si el que se quema con leche ve una vaca y llora, los catamarqueños, particularmente los andalgalenses, ya se escaldaron hasta el tuétano. No quieren reiterar la experiencia, exigen garantías concretas de que la política minera será diferente y servirá al progreso común y no a la angurria de unos cuantos privilegiados.

Mientras estas garantías no existan, no habrá licencia social para la minería. Esto, aún en el caso de que la prohibición sancionada por los concejales andalgalenses se revierta, porque la Corte Suprema ordenó que cualquier gestión que pueda comprometer el medio ambiente sea puesta a consideración de la sociedad correspondiente.

A la gran minería catamarqueña ya le están tirando las últimas paladas de tierra encima. Dados los antecedentes, y la desconfianza de mula tuerta que se encarnó en los andalgalenses, costará un potosí evitar que le pongan la lápida.

 

 

 

 

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