Devaluación y presión fiscal

Los costos impositivos en la Argentina hacen inviables la competitividad de nuestra producción a nivel internacional

Por Marcelo A. Saleme Murad*

La carga impositiva argentina complica el desarrollo de nuevos negocios La carga impositiva argentina complica el desarrollo de nuevos negocios

En los últimos tres meses hemos vivido una nueva e importante devaluación del signo monetario nacional. La discusión sobre si el tipo de cambio estaba (o está) «atrasado» pasó por muchas consideraciones y opiniones de las más variadas; pero ninguna de fondo.

El fondo de la cuestión es siempre el mismo: si con la presión fiscal récord que tiene Argentina, la producción puede ser competitiva. Y la respuesta es siempre la misma: no.

Hay que reconocer que con la presión impositiva argentina, los costos hacen inviable la competitividad de nuestra producción a nivel internacional. Y eso se traduce como que el tipo de cambio está «atrasado».

La solución peronista (y de los partidos socialistas y filocomunistas) de cerrar la economía ha demostrado no sólo ser mala, sino claramente depredatoria de la producción nacional, puesto que ahuyenta cualquier capital, inclusive los propios. Entre otras «soluciones», los populistas recomiendan también controles de precios como solución más fácil para liberarse del «costo político» de sus malas decisiones (éste «costo» es un claro invento de la demagogia); aumentando más así la presión fiscal sobre los controlados, «imputados» como «formadores de precios».

Claro que no es sólo la presión fiscal es la gran causante del «costo argentino», la falta de infraestructura del país es el otro gran escollo, que viene a consecuencia de la dilapidación de los recursos que se saquean al sector privado.

Pero todo se origina en el mismo mal: el excesivo e inútil gasto estatal, el estado elefantiásico que ningún político de los últimos ochenta años quiere corregir, por temor o por convicción, por corrupción o por ineptitud.

La devaluación, que tan mala prensa tiene, se ha convertido así en un recurso para aliviar, aún provisoriamente, la presión fiscal. Porque de esa forma, los impuestos medidos en dólares, inciden menos; sobre todo en el sector exportador, que es en definitiva el gran productor de divisas. Hasta que la inflación hace nuevamente su trabajo y exige un nuevo alivio, que se busca por medio de la devaluación.

Y dentro del sector exportador, el mayor exportador: el sector agropecuario, gran productor de divisas argentino, eternamente saqueado y condenado desde Perón a la fecha, tildados de «oligarquía terrateniente» y otros epítetos propios exclusivamente de la envidia, más que de cualquier otra causa; que llevan a desaguisados tales como querer incluso birlarles sus históricas sedes sociales. Así, el mismo Estado culpa al sector exportador de «presionar» para la devaluación, cuando el único que presiona la devaluación es el propio Estado.

La Argentina es esencialmente un país de producción primaria, y dentro de ella, de producción agropecuaria. Y ello la pondría a salvo, si la voluntad estatal fuera un poco menos miope. Porque estas actividades primarias, como agro y minería, son las únicas que promueven la permanencia de las inversiones de capital.

La experiencia de países europeos en el siglo XX con economías castigadas por altas inflaciones e incluso hiperinflaciones, hizo advertir la necesidad de atraer actividades de capital intensivo como recurso esencial para que ésos capitales no «huyeran» a la primera mala noticia; como pasa normalmente con el capital «golondrina» o «especulativo» que viene para inversiones bursátiles y similares como los títulos públicos, como las Lebacs de los últimos meses que causaron la última corrida cambiaria que aún no ha cesado.

Argentina, si quisiera salir de una vez por todas de la trampa en que se encuentra, debería promover la inversión en industria pesada; en el campo, en minería. Esa, que es tan difícil de atraer, es la que no se va al primer «susto».

Por ello, la eliminación total de las retenciones al agro y la minería, así como la drástica reducción de la presión fiscal, resulta esencial.

Puesto que las devaluaciones serán siempre la consecuencia elemental y previsible de una presión fiscal insostenible; para que el país no caiga definitivamente en quiebra por culpa del administrador corrupto y opulento de una empresa raquítica, es decir, el Estado argentino.

Puesto que con la excusa de mantener a «los más necesitados», se saquea y espanta a los verdaderos productores de riqueza; generando así más «necesitados».

Y resulta paradójico que en su afán de carterista de subte, el último gobierno peronista haya puesto impuesto «a las ganancias» a los propios «trabajadores» (es decir asalariados) que decía querer beneficiar, considerando al salario una «renta». Y tan lejos llega este populismo barato que no es raro escuchar a funcionarios del actual Gobierno mencionando que los ejecutivos de empresas (también asalariados) no son verdaderos trabajadores. Así entonces, el peronismo cometió un doble crimen: promover el trabajo informal y la falta de trabajo, y a la vez saciar su voracidad insaciable con los bolsillos de ésos mismos que dijo defender. Tan contradictorio resultó que ahora, en éstos días, los legisladores de ése mismo signo político promueven eliminar el impuesto a las ganancias sobre los aguinaldos, mismo impuesto que crearon e impusieron ellos. Quedó entonces en evidencia que lo último que se les ocurre promover es, justamente, el trabajo; lo cual refleja su histórica cultura parasitaria.

Por lo tanto, la Argentina se verá condenada a repetir una y otra vez éstas devaluaciones a manos de sucesivos gobiernos de distinto signo, hasta que se entienda que no se puede seguir aumentando la presión fiscal sobre el sector privado para mantener a un Estado totalmente sobredimensionado, ineficiente y promotor de pobres.

 

*Abogado.

Especialista en derecho tributario.

Especialista en asesoramiento de empresas

 

 

 

 

 

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